viernes, 11 de junio de 2010

LA PROMESA DE UNA NOCHE DE AGOSTO

Las fiestas de agosto de 1835 no fueron especialmente deseadas, ni mucho menos alegres. Se celebraron porque eran en honor de la Patrona a quien, en definitiva, se imploraba el remedio para todas las desdichas que asolaban al pueblo y que la fe popular convertía en sencillas plegarias de agradecimiento. Pocas ganas había en el vecindario para el bullicio, con tantas familias de luto por la reciente epidemia de cólera y el recuerdo de los fallecidos, pesando como una losa sobre el ánimo colectivo, pero las fiestas de agosto eran una tradición ya consolidada desde hacía más de treinta años y desde la llegada de la llegada de la imagen de la Encarnación, en 1798, éstas se venían celebrando cada 15 de agosto, después de unos primeros años celebradas en marzo, mes climatológicamente inestable y muy poco propicio en una tierra que básicamente dependía de la agricultura para subsistir.


1835 no fue, desde luego, un año propicio para las fiestas y no solo por el mortal azote de cólera, sino por el estado de pobreza subsidiario provocado por la epidemia, que impidió a muchos jornaleros y pequeños propietarios cultivar sus tierras y sacar adelante sus cosechas. Por eso el párroco fray Antonio José Bermúdez, que también había sufrido en sus carnes el zarpazo de la enfermedad, junto con los vecinos, que habitualmente le ayudaban a preparar las fiestas, decidieron reducir éstas al ámbito puramente religioso, dejando los festejos cívicos para años venideros, más sosegados y propicios. Se acordó hacer un solemne novenario y la procesión del día 15.

En aquel caluroso verano, agobiante y bochornoso, como todos los estíos de estas latitudes, el sol derretía sus llamaradas sobre el recogido perímetro de La Raya antigua, convirtiendo sus calles en una especie de desierto, seco y polvoriento; tan solo la sombra de los árboles que ribeteaban el camino real y algunos parrales sobre la puerta de las casas paliaban el caluroso azote estival al declinar el sestero. Era entonces cuando una legión de mujeres, rigurosamente enlutadas, rociaban las calles con agua recogida en la acequia o en los brazales que discurrían paralelos al camino, creando un microclima que hacía más soportables las altas temperaturas.

Fulgencia Riquelme tenía su casa en la calle de la morera, muy cerca del camino real. Era una modesta vivienda en planta baja, casi una barraca, pues solo la parte delantera era de adobe, siendo la estancia del fondo y una pequeña habitación anexa de cañas enlucidas con yeso. En la habitación, sobre un camastro de jergón de paja, convalecía su marido, Baltasar, que aún no se había restablecido del todo de la recién epidemia. Sobre una mesita de tosca madera ardía una sencilla luminaria; era el recuerdo por el hijo perdido apenas hacía unos meses, cuando el negro azote de la tragedia, en su trágica lotería, sorteó la muerte entre unas gentes sencillas de extrema humildad.

Y llegó, tras el fervor religioso de los solemnes novenarios, el día grande de la fiesta, el 15 de agosto; celebróse una multitudinaria misa mayor en la que predicó el sermón el clérigo Josef Hernández, que solía colaborar en estas solemnidades. Por la noche, cuando ya las sombras se perfumaban de plantas olorosas y luminarias de candelas, salió la procesión. Al hacer su aparición la Patrona, en la puerta de la iglesia, sobre un sencillo trono adornado con flores multicolor, vítores y suspiros aovillaron la emoción en muchas gargantas y una mezcla de plegarias y aplausos rasgó el silencio de aquella noche agosteña, calurosa hasta el hastío.

Fulgencia se descalzó, dejando sus raídas alpargatas al cuidado de una vecina, encendió un cirio y se unió a la procesión. Caminaba con lentitud, soportando impasible el tormento de las piedras de la cale, que se hundían en las plantas de sus pies hasta casi hacerlas sangrar, pero había prometido a la Encarnación acompañarla descalza en la procesión si se apiadaba de su familia, y aunque uno de los hijos le fue arrancado por la muerte a los 22 años, el resto de los suyos se salvó casi milagrosamente, superando la terrible enfermedad. En agradecimiento ofrecía su sacrificio y lo haría mientras le quedara un hálito de vida y mientras mortificara su recuerdo la cruel semblanza de tantas familias casi aniquiladas por el azote del terrible cólera.

Era su andar lento y cansado, dada su avanzada edad, su imagen enlutada, el rostro traspasado por el cansancio y el dolor de unos pies descalzos, que ya sangraban ligeramente, despertó la compasión de muchos vecinos, y algunas mujeres, al verla acercarse a sus puertas, retiraban cualquier piedra u obstáculo de la calle que pudiera lastimarla aún más.

Finalizó la procesión su recorrido y volvieron la imagen a su camarín de la iglesia, donde todos los vecinos, a coro, entonaron una salve, encendida de fervor, que fue a perderse en el eterno velo de la noche cuajada de estrellas de aquel lejano 15 de agosto del año 1835.

(Fulgencia Riquelme no
pudo seguir cumpliendo
su promesa por más años,
pues falleció el día 3 de
enero de 1836, a los 67 años…)

Pedro Cecilio Cermeño Martínez
Centro de Estudios Rayero

1 comentario:

sara dijo...

Una historia de devoción preciosa

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